Hoy se nos mete por todos lados una mentalidad pragmatista en la que
comenzamos a ver como algo normal el que cuando una cosa la encontramos fea o
demasiado vista la desechamos porque ya está pasada de moda, porque ya estamos
cansados de ella o porque ya no sirve… lo malo del tema es que esa misma
mentalidad la proyectamos sobre la persona y, entonces, con la misma facilidad
con la que tiramos a la basura un plato de plástico, quitamos de la circulación
a una persona a la que retiramos toda
nuestra atención y nuestro interés simplemente porque su figura se deterioró y
su cuerpo empieza a presentar achaques; en definitiva no es más que una
reducción materialista en la que perdemos de vista la grandeza de la persona y
lo reducimos todo a la belleza del cuerpo y a la capacidad de responder a los
esquemas prestablecidos de consumo y de
producción.
Pero
lo curioso es que nunca llegamos a convencernos que todos estamos en el mismo
camino y que, sin darnos cuenta, vamos todos cayendo en esa situación, es
decir: no queremos mirar la fecha de caducidad que nos ha impuesto el sistema y
siempre estamos mirando la de los demás, pero no nos damos cuenta que también
ellos están mitrando la nuestra.
La
historia, que responde a la realidad dibuja perfectamente lo que estamos
diciendo:
Bernabé, a sus 88 años, con unos ojos negros y
brillantes, había trabajado en las minas de carbón en Asturias y por aquellos
avatares de la vida, quedó viudo y los hijos se esparcieron por toda España y
él tuvo que aceptar que sus últimos días tuviera que compartirlos con sus 6
hijos viajando cada dos meses a una
esquina del país donde se encontraban.
Esta vez le había tocado donde su hijo el menor,
Ernesto, que tenía un niñito de 5 años. Bernabé estaba tocado con un principio
de Parkinson y le temblaba su mano
derecha.
Con frecuencia derramaba la comida en el mantel o
sobre su ropa al no poder sujetar su cuchara. Esto le irritaba enormemente
tanto a su hijo como a su nuera Pili, que cada vez que veía cómo se caía algo
sobre el mantel o la camisa le gritaba, diciéndole que si él tuviera que lavar,
ya pondría más cuidado; Bernabé pedía perdón y se disculpaba y se quedaba
calladito pidiéndole a Dios que se lo llevara pronto, para no ser más molestia
para nadie.
Iban a salir un fin de semana de viaje y en el
desayuno, Bernabé, poniendo toda su atención para no cometer un fallo con todo
aquel ajetreo, en un momento tropezó la mano con la taza y derramó la leche. El
viaje se desbarató y todos terminaron dándose voces.
Cuando ya se calmó la tormenta, Ernesto, lleno de
ira y muy molesto, mientras iba conduciendo le dice a su esposa: “Esto se va a
acabar inmediatamente que volvamos; no podemos seguir aguantando su falta de
interés. Vamos a comprar una mesa, se le pone un plato de madera de esos que venden
en el mercadillo los moros o de aluminio, le pones un mandil de los que
utilizas en la cocina y verás como todo se resuelve inmediatamente”.
Efectivamente, en el viaje se fueron a una de esas
grandes superficies y allí le compraron
una mesita y una silla pequeñita a
Bernabé y se la colocaron en la cocina donde pudiera estar tranquilo y comiera
como quisiera.
Cuando llegó la hora de la comida, Ernesto cogió a
su padre y simulando un gran cariño le dijo: “Yo sé que tú sufres porque no
puedes comer con tranquilidad, aquí puedes estar a tu gusto y nadie te
molestará…” Pero Bernabé sentía que su
hijo lo excluía de la mesa, que era tanto como marginarlo de la vida.
Un día, estando en la mesa, Ernesto extendió el
brazo para coger el pan y sin darse cuenta le tocó a la copa que tenía con vino tinto que cayó de la
mesa haciéndose añicos y derramando el vino sobre el mantel y sobre el suelo. A
grandes carcajadas empezó a decir: “¡¡Alegría, suerte…!” a lo que el niño se le
quedó mirando muy extrañado y le dijo: “Papi, ¿por qué cuando se te cae a ti el
vaso es alegría y suerte y cuando al
abuelo se le cae es un fastidio?.
A los pocos días, mientras Ernesto arreglaba el jardín se encontró en un
rincón una caja llena de platos desechables sucios y pregunta a su esposa para
qué guardaba aquellos platos; la esposa le responde que no tiene conocimiento
de aquella caja y, automáticamente pensaron que sería una de las manías del
abuelo, que podría tener el síndrome de Diógenes y, mientras comían y hablaban
del tema, el niño que escuchó que preguntaban por el origen de aquellos platos,
contestó con toda tranquilidad: “Los guardo yo para que cuando se os caigan las
cosas de las manos, podáis comer tranquilos en la cocina junto con el
abuelito”.
Ernesto y Pili se miraron y sintieron que un
escalofrío los recorrió por todo el cuerpo, pues acababan de constatar que estaban
determinando cuál sería su futuro.
Es
triste ver cómo las personas hemos perdido la capacidad de valorar la grandeza
de la que somos portadores: siempre se dijo que “La experiencia es la madre de
la ciencia”, pero hoy lo hemos cambiado y la experiencia creemos que más bien
es la madre de todos los vicios de la que debemos prescindir y vivir cada uno
lo suyo sin importarle la vida de los demás, pero esto nos lleva a la soledad
más absoluta, pues nuestra vida no interesa más que para producir y consumir,
cuando pierde esta capacidad, todo lo demás estorba.