Con frecuencia funcionamos a base de prejuicios que nos hacemos, basados en
algo que alguien vino y nos contó, que a su vez le habían contado, pero sin
haber sido contrastado jamás en la realidad… Es el caso que justamente en estos
días me acaba de ocurrir con alguien que vino a presentarme su problema por el
que atraviesa, ante la crisis que nos amordaza.
Inmediatamente
que se enteraron que le había ayudado, alguien vino para contarme un montón de
cosas sobre la familia; yo no quise hacerme ningún juicio previo mientras no lo
constatase por mi propio ojo: me fui a la casa y después de ver la situación,
sentí ganas de irme a la de la persona informante para decirle que no deseo que
la vida le haga pasar por la misma situación…
Esto
que ocurre con tanta frecuencia, y que hace que la vida se vuelva una tragedia,
ya que a los problemas que vienen por sí solos, se unen los que se fabrican con
nuestros chismes y nuestros prejuicios, es exactamente lo mismo que, constantemente escucho por
todas partes, sobre las riquezas de la iglesia y sobre el fallo que cometió tal
o cual cura… cosa que podemos trasladar a cualquier otro estamento de nuestra
sociedad: maestro, alcalde, policía, artesano, comerciante… y, cuando queremos
acordar, ponemos marcos a las personas que luego resulta imposible quitárselos,
pues antes de que nos acerquemos a alguien, ya lo estamos juzgando por el marco
que le han puesto, sin valorar todo lo bueno que tiene y todo el bien que está
haciendo y las posibilidades que tiene.
Quizás nos
puede ayudar a escenificar el hecho una historia muy bonita que anda por ahí
por las redes:
Cuenta que había en un jardín un rosal que
era la atracción de todo el que paseaba; sus rosas eran las más hermosas y
fotografiadas, pero había algo raro: nadie se acercaba a tocar las rosas ni a
olerlas, a pesar de que su fragancia era una maravilla.
El rosal estaba preocupado y sus
rosas empezaron a protestarle y pedirle explicaciones. Una de ellas estuvo
observando el gesto de la gente cuando intentaba acercarse y veía que todos
miraban al suelo y hacían un gesto de asco y de miedo y se retiraban, se lo contó
al rosal y todos se dieron cuenta que a su sombra había un enorme sapo,
verdoso, pegajoso y feo que repugnaba a la gente.
El rosal, con todas sus rosas, se
indignaron contra el sapo y lo expulsaron de sus alrededores, pues desdecía de
su belleza. El pobre sapo avergonzado se retiró pidiendo perdón por las
molestias que les había causado.
Al poco tiempo, las hojas del rosal
empezaron a arrugarse con un purgón que las invadió y se pusieron amarillas.
Las rosas, antes que abrieran sus capullos, las hormigas los invadían y se
secaban y aquel purgón dejó el rosal hecho una verdadera lástima.
Un día se le ocurrió al sapo pasar
por delante del rosal y se paró para mirarlo en la situación lamentable en la
que se encontraba y le preguntó qué era lo que pasaba, a lo que el rosal le
contestó: hay unas hormigas que me dejan un líquido en mis hojas y en mis flores
que nos seca y nos resulta imposible florecer ni vivir.
El sapo le contestó: “Claro está, tú
no quisiste reconocer el servicio que yo te hacía, pues era yo el que se comía
esas hormigas, impidiéndoles que te invadieran, pero tú preferiste hacerme
desaparecer de tu presencia para que solo brillara la belleza de tus flores,
sin darte cuenta que para mantener esa belleza,
tiene que haber otros que han de aguantar la dureza de la vida”.
Y
yo no puedo dejar de pensar en toda esa gente que durante mucho tiempo brilló
y alardeó de grandeza a costillas del sudor de los demás y del desprecio, haciendo
todo lo posible por retirarlos de su presencia y teniendo por un ultraje el
sentirlos a su lado. Cuando estos pobres desaparecieron, se le apagó la luz a
estos que se creían astros, cuando en realidad nunca lucieron con luz propia y
todos sus honores fueron a costillas del sudor de los demás.