Ocurre con mucha
frecuencia, cuando nos encontramos un grupo de gente mayor, que alguien sale
recordando tiempos pasados y, automáticamente, todos se enganchan en el tema
contando lo que se hacía en otros tiempos y que ahora resulta imposible; ahora
todos añoran muchas cosas de las que se perdieron y ven que hemos renunciado a
algo importante, sin poner otra cosa mejor en su puesto, y lo que está resultando de este cambio, es
tristeza y desánimo, pues no le llena a nadie y estamos viendo que lo que
perdimos ya no volverá, por ejemplo: aquellos momentos en que en torno al fuego
se contaban cuentos e historias de lobos, o de bandoleros que se habían echado
al monte… o en otros tiempos más cercanos, cuando era considerado una falta de
educación levantarse de la mesa antes de que lo hicieran todos y en torno a la
mesa se charlaba de todo y en la sobremesa se comentaban todos los problemas; o
cuando los vecinos se sentaban a la puerta de la casa y se pasaban largas horas
charlando, contando chistes, compartiendo… de tal forma que se sentía el calor
de la vecindad hecha familia.
Todos concuerdan en que
aquel ambiente nos hacía sentirnos más humanos, más cercanos, más solidarios y,
sobre todo, menos solitarios… y mucha gente dice: “Ahora que lo tenemos todo,
nos sentimos más solos, más tristes, menos felices…”
Y uno se pregunta: ¿Se
puede considerar progreso a algo que nos lleva a aislarnos, a considerar a los
demás como extraños y hasta como enemigos de los que no nos podemos fiar, a
sentirnos solos, insatisfechos e infelices?
Todo esto, estamos viendo
cómo se ha venido perdiendo poco a poco y dando paso a un sistema de vida
estresado, que te impide tomar conciencia de la vida que se desarrolla a
nuestro lado y de la que formamos parte: hay tal cantidad de cosas que
acontecen al mismo tiempo, tal velocidad a la que se suceden las cosas… que es
imposible sentirte parte del entorno. Las cosas ocurren y pasan sin que seamos
conscientes, la vida va pasando y atropellándonos, sin que nosotros podamos
dejar nuestra huella, ni la vida pueda dejar la suya en nosotros y, todo es por
el sistema que hemos montado, sin darnos cuenta y, por establecer
ciertos valores materiales que no tienen que ver nada con la vida que nos
envuelve.
Estoy
pensando en Edmundo, un hombre que yo conocí; no se había casado pues decía que
no quería complicarle la vida a nadie y no soportaba que alguien sufriera por
su culpa; tenía un huerto donde criaba sus hortalizas y todo lo que necesitaba
para vivir; tenía también unos animales: gallinas, conejos, un cerdo y una cabra
que le daba la leche y de la que hacía cada semana un pequeño queso, suficiente
para él, la alimentaba con la hierba que se criaba en el huerto.
Edmundo cogía cada mañana, después
que hacía sus cosas, su burro, lo arreglaba y se iba al pueblo, que estaba a
tres kilómetros, para tomarse su cerveza con los amigos; de paso, la gente de
la aldea que tenía alguna urgencia, le hacía los recados y volvía a la hora de
comer a su casa.
Poco a poco fueron aumentándole los
encargos y la gente le pedía que se los
hiciera, pagándole alguna propina; para hacerlo más rápido dejó el burro y se
compró una motillo; como la cosa se hacía más rápida, le puso un equipaje a la
moto con dos maletas a los lados y, como le sobraba espacio, se pasaba de camino por otra aldea que había
al lado recogiendo encargos.
Edmundo hacía todo esto de forma
completamente gratuita, simplemente por hacer un servicio a la gente, pero
pronto empezaron a aconsejarle: “¡Pero hombre, no hagas el tonto de esa
manera!, cobra como mínimo la gasolina; más adelante otros le decían: tu tiempo vale
también dinero y la responsabilidad que tienes…
Total,
Edmundo empezó a incorporar cosas y, cuando quiso acordar, su libertad estaba
limitada; cuando empezaron a encargarle cosas más voluminosas y pesadas, ya no
podía llevarlas en la moto y se buscó una furgoneta de segunda mano y empezó a
pensar que ya que hacía esto, podía hacer el servicio a otras aldeas un poco
más lejanas… Poco a poco se convirtió en una pequeñita empresa de mensajería y
Edmundo dejó de disfrutar del campo cuando iba montado en su burro, dejó de
conversar con sus amigos mientras se tomaba la cerveza, dejó de ir a
encontrarse con sus vecinos cuando iba a recoger los encargos, tuvo que
declarar su trabajo en Hacienda, a quien tuvo que presentar la declaración cada
tres meses, ya no tenía tiempo para nada ni para nadie, siempre andaba agobiado
y preocupado y había muchos días que no comía, pues la exigencias eran mayores que la
capacidad de respuesta que tenía. Edmundo se fue aislando, empezó a sentirse
solo y terminó con un infarto que le llevó a vender la furgoneta, la moto, y a
volver a sentarse a charlar tranquilamente con sus vecinos y a observar las
flores de su huerto que hacía mucho tiempo no les había dedicado unos minutos
de atención.
¿a cuántos de nosotros no
nos puede estar ocurriendo la historia de Edmundo? Sin darnos cuenta nos vamos
embrollando en un montón de cosas y cuando queremos acordar perdemos la alegría
de la vida y el poder disfrutar de nuestra familia, de nuestros amigos, de
nuestro trabajo… y cuando miramos y vemos los resultados, lo único que
constatamos es tristeza y soledad en nuestro entorno: no somos mejores que
antes ni más felices.