Melitón Bruque
No hay cosa peor
que mantener una cosa sin saber el sentido que tiene ni el porqué de su
existencia ni para qué sirve; es algo así como aquel que tiene la manía de ir
recogiendo cosas y guardándolas, por si en algún momento puede necesitar de
algo y, cuando quiere acordar, su casa
es un mercadillo donde no cabe un
alfiler y no sabe para qué lo quiere ni para qué sirve nada de lo que allí se
amontona.
En esa onda nos
encontramos a veces con cosas que se mantienen en la vida sin saber por qué ni
para qué, pero que están ahí y que en ciertos momentos son un engorro inútil
que nos impide hacer otras cosas importantes.
Estoy pensando en aquella señora que era
amante de los animales y de los niños con problemas, ¡Una gran persona!!
Esta mujer tenía verdadera pasión
por los animales; vivía en una casa con un gran huerto y unas hectáreas de terreno
baldío en donde podía tener todos los animales que quería y donde, con
frecuencia, se veían niños jugando.
La señora tenía un perro dálmata bellísimo, un animal que atraía la
atención cada vez que salía con él a darle un paseo.
Entre las amigas, con las que se
encontraba a diario paseando sus perros, empezaron a hablar proyectando hacer
una fundación para ayudar a niños desprotegidos y quedaron de acuerdo, poniendo
cada una parte de su capital en dicha fundación que llegó a consolidarse y
hacer un bien enorme.
Con el tiempo, la fundación se convirtió en una congregación con sus
estatutos aprobados por Roma y extendida en todo el mundo.
En cada casa que se fundaba lo
primero que se instalaba era un perro dálmata, era como el signo identificativo
de la congregación, de manera que empezaron a hacerse estudios dentro de la
congregación sobre el significado y la importancia de la presencia del perro,
que en la gran mayoría de casas era un verdadero engorro, pues muchas de ellas
no poseían las condiciones que gozaba la de la gran señora fundadora, sino que
eran pisos pequeñitos en los que había que preparar una habitación
exclusivamente para el perro, de forma que lo que en su inicio no fue más que
un pequeño capricho sin importancia alguna de una persona, llegó a convertirse
en un signo casi sagrado de una congregación, hasta el punto que, cuando en
alguna casa se le ocurrió a la comunidad que la habitaba prescindir del perro,
se la acusó de haber perdido el espíritu y el carisma de la congregación.