Eran dos árboles enormes plantados cada uno en un lugar de la montaña;
ambos eran fuertes, de la misma especie, robustos, sanos, esbeltos, con una
savia viva que les
pronosticaba largos años de existencia.
Sus
ramas y sus hojas estaban completamente
verdes y limpias de cualquier parásito de los árboles que se pudiera pegar en
ellas y dañarlas, pero su limpieza no era debida a cualquier insecticida, sino
que su limpieza se debía al agua pura y fresca de lluvia que con frecuencia
caía en el bosque.
Un
día llegó un experto en maderas buscando
árboles que reunieran las condiciones que necesitaba un artista, para un proyecto que
tenía: hacer una piedad (conjunto
escultórico en el que irían Jesús muerto en los brazos de su madre y a
su lado S. Juan y la Magdalena ayudándole a sostenerlo) Para esto necesitaba un
bloque de madera de varios metros cúbicos.
Mandó
cortar aquellos dos árboles enormes;
podó sus ramas, y los fue cortando de acuerdo a las medidas que necesitaba para
hacer el bloque.
Se
llevó los árboles a un secadero, con una temperatura especial, donde los tuvo
un tiempo determinado; después los fue sometiendo a una serie de procesos de
secado y esterilización contra todos los gérmenes y polillas que suelen atacar
a la madera y contra todos los procesos de degradación que suelen pudrirla o
deteriorarla como pueden ser la humedad, el sol, el agua, la erosión del
tiempo, la sal… de esta forma los fue haciendo resistentes a todos los avatares
que pudieran presentarse, hasta el punto
de coger una consistencia tal, que podrían competir con el acero y, al mismo tiempo, coger una
textura que pudieran ser labrados sin dificultad y sin romperse o cuartearse
Todo
este proceso duró muchos años hasta que la madera estuvo preparada para poder entrar en el taller del artista, quien
cogió todos aquellos troncos rústicos y empezó a ensamblarlos, convirtiéndolo
en un enorme bloque de madera de varios metros cúbicos.
Después,
el artista preparó sus herramientas para el tallado: cuchilla devastadora,
cincel, afiló sus gubias, sus escoplos, su azuela… y se decidió a preparar el material para su
obra.
Cuando
ya tenía todo el material preparado, se sentó y se puso a programar el proyecto
que tenía en su mente, haciendo el boceto y perfilando todos los detalles
que quería darle a su obra.
Una
vez que tenía claros todos los detalles,
se puso frente a su enorme bloque de madera, que tanto tiempo había estado
preparando y con tanto mimo, cogió su azuela y empezó a desbastar y a limpiar
todas las astillas y todo lo que no servía para nada y comenzó a dar forma a su
proyecto en todo el bloque de madera, de forma que pudiera empezar
a poner una base para la imaginación.
Aquellos
troncos enormes tuvieron que aprender a
estar juntos, a sostenerse unos con otros, a aguantar juntos, a sufrir
juntos, a dejar a un lado los sueños que individualmente habían tenido y
construir un sueño común y a sentir que eran un solo bloque para que de allí
pudiera salir una verdadera obra de arte.
Y
el artista comenzó su trabajo: golpeaba, cortaba, mordía, lijaba, serraba… era
todo una verdadera sangría, era todo dolorosísimo, pues le iba arrancando al
bloque las tiras de madera… se acabaron los sueños, las ilusiones… aquellos
troncos no sabían qué ocurriría con
ellos pues cada día que amanecía, el plan que se seguía era el del escultor,
que cada día sorprendía con algo nuevo, inesperado, pero siempre doloroso.
Fueron
pasando los meses y los años y cada día iba tomando forma la obra y
apareciendo detalles que permitían imaginar algo grande y hermoso, pero había
que tener un cuidado enorme y estudiar cada golpe o corte que se hacía,
pues después de lo hecho, no había vuelta atrás y cada pequeño
detalle llevaba a otro y todo estaba en conexión.
Después de mucho dolor, cuando la obra estaba
terminada, vino el momento de suavizarla a base de lija hasta dar brillo a
todo lo que se había hecho, de modo que
aquel bloque de madera no se parecía ya en
nada a los troncos iniciales que se sometieron a pruebas de secado, de curación y de
endurecimiento de la madera, de unión entre ellos… ahora era algo
impresionantemente hermoso, de una belleza sin igual, de un tacto semejante a
la piel de un niño; pero para llegar a este estado, se necesitaron años de
dolor, de esfuerzo, de espera, de someterse a pruebas increíblemente duras, de
aguante y de confianza en el autor de la obra.
Cuando
miramos esta realidad, de algo tan simple como es la preparación de una madera
para poder sacar de ella una obra de arte, automáticamente nos lleva a trasladar el esquema a algo mucho
más grande e importante como es la PERSONA y, en ella, LA EDUCACIÓN.
Pensando
en el proceso de la obra de arte: la madera es la PERSONA: para poder pensar en
algo grande, no puedes dejarla que crezca y siga a su aire y a sus apetencias,
sin prepararla para la vida, que va a ser el proceso de “esculpido”.
El
taller donde se talla la obra es la vida donde cada día es un reto nuevo que
nos desafía y al que hay que responder intentando sacarle el máximo provecho,
pues además de un reto es una oportunidad.
La
persona tendrá que aprender a arrancarse
de la situación de seguridad, dependencia e irresponsabilidad en la que nace y vive en el hogar; tendrá que
prepararse y hacerse fuerte para enfrentarse a la dureza de la vida, a los
problemas que le han de venir, a mantenerse con criterios fuertes para no
dejarse corromper; tendrá que aprender a vivir en sociedad y a trabajar en
equipo y aguantar los criterios e inconveniencias del que tiene a su lado; tendrá que aprender
a escuchar y a colaborar, entendiendo que muchas veces su criterio ha de
someterlo a otros criterios que tienen una amplitud mayor que la suya y a
someter sus ideas en beneficio del bien común…
Con
estas cualidades no se nace, venimos con la aptitud para ello, pero hay que
hacerlo funcionar e imponerse contra los instintos primarios que se rebelan y
no aceptan el someterse.
Con
estas aptitudes nos sometemos a un
proceso de aprendizaje para la vida y, cuando estamos en disposición, nos
lanzamos a la construcción de nuestra obra personal que somos nosotros mismos y
que acabará cuando ya estemos muy cerca de la muerte, que es cuando empieza a
reconocerse todo lo que hemos hecho, el valor de lo que hemos hecho y la
grandeza de lo que hemos alcanzado a construir… mientras tanto, la vida no es
más que un camino de dolor, de lucha, de esfuerzo y, en rarísimas
excepciones, nos encontramos en momentos
de gloria que, incluso nos cuesta aceptarla, porque vemos que siempre nos queda
mucho por conseguir.
La
obra de nuestra personalidad termina de darle los últimos retoques el
autor que nos pensó: DIOS. De ahí
los reconocimientos, siempre después que
hemos muerto.
La
obra que realizamos como proyecto de
vida, siempre se queda inacabada y si es que valió la pena, detrás vienen otros
que la continúan y la van perfeccionando; si no valió la pena, desaparece con
nosotros y podrá calificarse de fracaso todo el esfuerzo, la vida, la ilusión,
la esperanza, los sueños que en ella empleamos… todo será paja que el tiempo
quema con el fuego del olvido.
No
nacimos ni vinimos a este mundo para
pasar sin dejar huella, ni para terminar en el olvido; vinimos para ser
artistas y hacer obras de arte que sean valoradas y conservadas por los siglos,
porque en ellas mereció la pena emplear toda la riqueza de nuestra vida, el
esfuerzo y lo mejor que tuvimos, ya que
de ellas seguirán bebiendo los que
vienen detrás y deberán ser referente de
ilusión, de esperanza, de sueños y de sentido de la vida.
Cada
uno de nosotros somos un árbol único, especial que nace y vive en un ambiente,
que tiene capacidad para un sinfín de posibilidades, pero ha de prepararse
para realizarlas.
En
el taller de la vida donde va
realizándose nuestra obra, el artista es
Dios que se irá valiendo de todos los instrumentos que la vida presenta y con
ellos nos tallando. Pero donde la “madera” no quiso someterse al proceso de
preparación, será imposible soñar con
una obra de arte. Los latinos decían: “Quod natura non dat, Salmantica non
prestat” (lo que no da la naturaleza, no lo da, la universidad de Salamanca)
De
ahí la grave responsabilidad de los padres a la hora de enfrentarse a la
educación de los hijos: si no los preparan para el taller de la vida, nunca
dejarán de ser unos “ceporros” (troncos inútiles, amorfos, incapaces de otra
cosa que no sea atizar un fuego)