Lo peor que nos
puede ocurrir en la vida es llegar a sentirnos los poseedores absolutos de la
verdad y de la razón y creer que lo que pensamos, lo que decimos o lo que
hacemos es irrefutable, hasta el punto que tratamos como imbéciles a todos
aquellos que no piensan como nosotros y ni siquiera creemos que vale la pena
escucharlos y no nos damos cuenta que las consecuencias que esa actitud genera
en la vida son nefastas, pues llega un momento en que nadie nos soporta y poco
a poco la gente se va apartando y relegándonos como alguien con quien no se
puede tratar ni vale la pena dedicarle un momento de nuestro tiempo.
Quizás nos sirva
este ejemplo que es absolutamente real, aunque el nombre de la protagonista sea
ficticio, pero es la historia de alguien que comentaban en un grupo de diálogo
entre varias personas, ya que la implicada era conocida por todo el pueblo.
Hipólita es la
señora típica del pueblo sencillo que se creía la reina, a la que –según ella-
todos debían estar muy agradecidos porque en la época del hambre había dado de
comer a mucha gente, claro, nunca decía a cambio de qué, ni la forma que había
tenido de tratar a los que daba de comer, pero creía que con lo que había dado
le daba derecho a seguir sometiendo a la gente sencilla y pobre del pueblo.
Como su “ego” lo
tenía tan exaltado, no permitía que nadie le hiciera la más mínima crítica, ni
que le llevaran la contraria, era capaz de fulminar a cualquiera, convencida de
que esa era la forma en que se debía tratar a gente analfabeta y sin luces, que
era como ella consideraba a todos sus vecinos.
Los tiempos fueron
cambiando y veía cómo cada vez era menos escuchada, la gente iba dejando de
visitarla; es más, a la hora de llamar a las vecinas para que le limpiaran la
casa, cada vez tenía más dificultad en encontrar a gente para que le trabajara
el campo o le limpiara la casa y es que la Hipólita había decidido no
“rebajarse” a nadie; decía que a los pobres “no se les puede dar rienda suelta,
pues llegan a creerse algo y faltan al respeto”; sostenía que el que da primero
da dos veces y por eso ella entraba siempre atacando, su relación era siempre
agresiva; ella no medía las consecuencias de lo que decía porque partía del
principio de que llevaba siempre la razón y los demás eran unos estúpidos; en sus conversaciones hablaba y sacaba temas
que no venían a cuento a tiempo y a destiempo, de tal forma que era ella la que
dirigía el tema de la conversación según le convenía, de tal forma que su conversación se hacía odiosa, pues siempre
quería llevar el agua a su molino.
Cuando quiso
acordar la Hipólita, le hicieron un cerco total, de forma que se quedó
completamente sola, sin tener con quién hablar ni quién le ayudara y a su vejez
murió sola y abandonada, sus familiares, que nadie conocía, asomaron para ver
qué había quedado de herencia, pero como había sido tan cerrada, nunca jamás
quiso hacer partícipe a nadie de nada y toda su fortuna se la llevaron entre la
Hacienda pública y los abogados.
Y es que nos cuesta
aceptar que la vida es una especie de boomerang que, a la larga, todos los
golpes que hemos ido propiciando a los demás revierten contra nosotros.