Estoy seguro que la gran mayoría ha experimentado algo que es de mucha actualidad y que nos cierra y nos indispone para continuar aportando ideas: es el caso que a diario nos encontramos de hechos y palabras que constantemente estamos viendo y oyendo, que no tienen sentido y que muchas veces crean auténticos problemas; cuando nos acercamos a la persona que los realiza y le decimos que tenga cuidado, pues se está haciendo un daño a si mismo y está haciéndolo a su alrededor, vemos con tristeza cómo se indispone contra nosotros y hasta deja de dirigirnos la palabra.
Otras veces expresamos nuestra idea
en un grupo y de pronto vemos que hay unos cuantos que se molestan
tremendamente por lo que hemos dicho y empiezan a buscarle el doble sentido a
las palabras y a decir lo que jamás hemos dicho ni hemos querido decir… de
forma que terminamos por encerrarnos y dejamos de expresar nuestra opinión,
para evitar problemas con la gente.
Cuando
constato estas cosas, me acuerdo de una realidad que se vivió en un monasterio
en el que el abad era un hombre de una calidad humana y moral excepcional, de
tal forma que todos los monjes lo respetaban y le tenían un cariño
verdaderamente paternal.
Sus palabras eran tenidas como
verdaderos tesoros que los monjes guardaban con veneración.
Como suele ocurrir siempre, uno de los monjes le buscaba siempre el “pero” a todo lo que decía rompiendo la armonía; siempre le sacaba punta a todo lo
que decía el abad, pero tenía una cualidad: lo que sentía y lo que veía, lo
expresaba con toda espontaneidad y, en cada reunión era siempre el que ponía la
nota discordante, hasta el punto que la comunidad entera estaba molesta con él
y hasta le hacían el cerco.
No obstante, él guardaba hacia el padre abad el mismo cariño,
estima y respeto que los demás, pero
justamente por eso le advertía a cada momento de muchas cosas que no debía
hacer.
En un invierno frio y duro el monje
“rebelde” (así le llamaban los compañeros) cogió un enfriamiento que se le
complicó con una pulmonía y se murió.
El padre abad se sintió
profundamente triste y no pudo contener las lágrimas el día de su entierro y
durante mucho tiempo se le veía la tristeza en su rostro, pues no podía
soportar el dolor que le producía la separación de aquel hermano.
En uno de aquellos encuentros
comunitarios de oración, un monje le reprochó que lo estaban viendo muy triste
y que eso estaba mermando fuerza en su entrega a la comunidad… Para consolarlo
le dijeron: “El hermano era bueno, no lo negamos, pero también era el punto de
discordia en la comunidad, a todo le ponía “peros”, todas sus interpretaciones
y visiones él las cuestionaba, realmente
era un incordio para la comunidad…”
A lo que el abad respondió: “Mi
dolor no está en haber perdido a un hermano a quien yo quería y en quien no
había doblez, pues su vida y su persona eran un libro abierto. Gracias a él, a
sus advertencias, yo he podido caminar con rectitud; Yo sé con certeza que está
gozando de la presencia de Dios, porque era sincero y leal; eso es una gran
alegría. Mi dolor y mi tristeza, por tanto, no es por su partida, sino por la
soledad en la que me encuentro, pues no sé qué es lo que hay en el corazón y en
la cabeza de ninguno de ustedes; por otro lado, estoy triste por mi mismo,
porque ya no encontraré a nadie que me incite a ser mejor, a superarme cada
día, ni me avise cuando me equivoco”.
Pienso
cómo cambiarían las cosas si muchas situaciones y formas de mirar las viéramos
desde uno y otro lado de distinta forma a como lo hacemos de forma que no nos
sintiéramos agredidos ni tampoco fuéramos agresores, sino que entendiéramos que
también los demás tienen una forma de ver las cosas que puede ser tan
interesante como la nuestra y que, por tanto, merece la pena ser escuchada y
dialogada.
Por otro
lado, no hay peor traición que aquella que te acogen con una sonrisa y por
dentro están maquinando la muerte.