Con frecuencia, cuando las cosas
van mal, parece que todo se confabula y unas cosas parece que atraen a otras y
vienen rachas en la vida en las que todo se sale de carril y nos vienen hasta
malos pensamientos: en culturas más primitivas inmediatamente llegan a pensar
que alguien está haciéndole el mal a una persona o a una familia y en otras, no
tan primitivas, se llega a decir y a sentir que alguien está haciendo “mal de
ojo” y cosas de esas.
Este es un tema que, por muy
adelantados que nos las demos, en todas partes ocurre y queda siempre en el
aire la incógnita, aunque digamos que no creemos en esas cosas.
Pero más allá de esto que queda
fuera de nuestro control, nos encontramos con la realidad de la vida, que
muchas veces se nos vuelve todo en contra y nos venimos abajo, porque no salen
adelante nuestros planes, sin darnos cuenta que nunca es la realidad con una sola dimensión, ni tampoco lo que
tenemos o hemos organizado es lo que más
nos conviene y lo que nos va a hacer felices, hasta el punto que en muchos
momentos es necesario que nos demos un golpe contra la realidad para reaccionar
y salir del atolladero en donde nos habíamos metido y que nos podía llevar a la
ruina.
Es muy
bueno que en momentos como los que estamos viviendo, en donde parece que todo
se pone patas arriba, seamos capaces de descubrir todo lo bueno que la
situación nos ofrece y que habíamos olvidado.
A este respecto recuerdo una historia muy
sencilla que se cuenta por ahí de alguien que iba en un barco; se adentró en
alta mar y le cogió una tormenta terrible que lo destruyó; tan solo logró
salvarse uno de los marineros que logró cogerse a una tabla y las olas lo
llevaron hasta un islote solitario y deshabitado.
Cuando logró poner los pies en
tierra dio gracias a Dios de sentirse a salvo pero había perdido la noción del
espacio y no sabía dónde había llegado.
Pasó la noche y a la mañana
siguiente se dio una vuelta para ver si vivía alguien y poder preguntarle dónde
se encontraba, pero en un par de horas le había dado la vuelta a todo el islote
y no encontró más que pájaros. Estaba solo y perdido en medio del océano. Se
dedicó a inspeccionar para ver si encontraba alguna fruta o algo para comer o
algún manantial de agua para beber y encontró algunas cosas y un hilito de agua
que fue su salvación.
Cortó unos troncos e hizo una
pequeña cabaña para guarecerse del sol y de la lluvia y allí guardaba las
poquitas cosas que tenía para alimentarse.
Todas las mañanas se levantaba y se daba un paseo por la playa oteando el
horizonte, para ver si pasaba algún barco y podía hacer señales, pero no se
veía a nadie.
Una de aquellas mañanas, se dejó encendido el fuego que había hecho y,
mientras se daba el paseo de costumbre, el viento sopló y se incendió la choza
que se había hecho. Cuando volvió se encontró convertido en ceniza todo lo que
tenía. Desconsolado gritó a Dios: “Señor, Tú que te haces llamar Padre, ¿Cómo
no te das cuenta de este hijo que te clama a diario y vienes en su ayuda?
Aquella noche se sentó desesperado y renegando de Dios que guardaba
silencio y no le escuchaba. A la mañana, cuando el sol despuntaba por el
horizonte, llegaron en una lancha cuatro hombres que venían a rescatarlo.
Perplejo y sin encontrar explicación les preguntó:
-¿Y quién les dijo a ustedes que yo estaba perdido e invocando a Dios que
alguien viniera a socorrerme?
- Usted mismo –le contestaron- vimos el fuego que hizo y nos dimos cuenta
que pedía auxilio. Aquí nos tiene.
La vida suele tratarnos así y,
con mucha frecuencia, no es sino a través de un golpe duro cuando nos
despertamos y nos hace rectificar posturas que habíamos aceptado y en las que
nos habíamos acomodado. De ahí el refrán que reza: “No hay mal que por bien no
venga”.
Como somos muy dados a olvidar la huistoria y coger caminos
que, al olvidarla, nos vuelven a llevar al mismo sitio y la repetimos con
frecuencia. Estos momentos fuertes de la vida, nos hacen ver con claridad el
camino que abandonamos y que nunca debimos dejar.